martes, 23 de marzo de 2010

Una oración perfecta

Había una vez un barquero, que se ganaba la vida ayudando a la gente a cruzar el río a cuya orilla se había instalado. Era una persona sencilla y sin dobleces. Nunca había aprendido a leer ni a contar. E incluso a veces, durante los momentos de soledad, llegaba a olvidar que sabía hablar. Como era un sincero buscador de Dios, intentaba rezar siempre que podía, pero sus plegarias se parecían más bien a tiernas melodías que salían de sus labios o también a gritos y clamores que dirigía al cielo, tan grande era su devoción.

Un día llegó un sacerdote que quería cruzar el río. Al ver al barquero rezar postrado en el suelo, por el que se arrastraba y daba volteretas con grandes gesticulaciones, el sacerdote le preguntó:

-Hijo mío..., ¿qué estás haciendo?.

-Estoy rezando-respondió el barquero.

-Ah, pero no es así como hay que rezar-le interrumpió el sacerdote-.Tienes que arrodillarte, juntar las manos y decir: “Padre nuestro, que estás en los cielos…”

El sacerdote le enseñó toda la plegaria y el barquero se puso loco de alegría. Le dio las gracias efusivamente al santo hombre, e incluso le confió su barca para que cruzara el río, porque quería ponerse inmediatamente a rezar esta nueva oración.

En cuanto el sacerdote se hubo ido, el hombre se arrodilló, juntó las manos, se concentró, sudó… Pero no le vino ninguna palabra a la cabeza: ¡lo había olvidado todo! Y el sacerdote ya estaba en medio del río…

Sin dudarlo un instante, el barquero fue hasta el río y se puso a correr encima del agua. Llegó a donde estaba el sacerdote y le tocó el hombro:

-Disculpe, señor, pero ¿cuáles eran las palabras que me habéis enseñado? ¡No me acuerdo de nada!

Viendo a aquel hombre de pie sobre el agua, lleno de asombro, el sacerdote respondió:

-No te preocupes, hijo mío: sigue rezando a tu manera.